Mi vida está despejada de esperanza. Oscila en una inmortalidad difusa; quiero y no quiero el rápido fluir del tiempo, que cada día lo hace con mayor furia. Y sin embargo, echo de menos la desmemoria de mi infancia...
Cuando había esperanza, las cosas podían volver a suceder.
Era el tiempo del mito; cíclico, protector.
Cuando había esperanza, podía ser tan valiente como para no dejar
nada a mi paso: derribar castillos, luchar contra dragones,
morir y renacer intacta.
Cuando había esperanza, nada resultaba demasiado.
Y colgábamos nuestros abrigos del perchero de la eternidad.
Pero ahora que todo ha sucedido, que todo ha practicado las infinitas manifestaciones de la temporalidad hasta arrimarse a la decadencia, ahora sabemos que el tiempo del mito se desgasta imperceptiblemente hasta que la historia se difumina, hasta que los personajes se malogran, y se va llenando todo de semidioses y mortales poseídos de pasiones desmedidas, y finalmente se quiebra en su compostura y deja ver, sobre el roto tapiz de sus esquirlas, la inevitable muerte visitadora.
Y ya no puede haber posibilidad alguna de recuperar, siquiera, el viejo sentir de contar historias, porque cuando ya no hay esperanza, no necesitamos comprender.
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