Thursday, December 25, 2008

Campos de batalla

Alzó la cabeza, ladeada. Se había sorprendido a sí misma de nuevo en un irrefrenable acceso de nostalgia. Últimamente, sin embargo, se le había impuesto con claridad un veredicto: el amor era un campo de batalla, y el deseo engendraba en los hombres mayor dolor que la muerte. Ante esta flagrante afirmación, desnuda y débil, se sobrecogía, y no podía sino volver a agachar la cabeza, consternada. Mirar al suelo. Parecíale entonces que su vida había consistido toda ella en una gran batalla, o mejor una larga guerra, como aquellas en las que nadie al cabo puede declararse vencedor y celebrar. No había héroes a los que honrar, sino sólo miserables, no había bondades que agradecer por parte de nadie, sólo contemplaba un viaje funesto a la degradación que había convertido todo lo humano en una mueca cómica, en una burla cruel. Y al fin, lo que antaño entendiera como una historia de amor, se le presentaba ahora, convincentemente, como ejemplo pleno de lo fácilmente degradable que era la naturaleza humana.
Había pensado alguna vez ya antes en los fantasmas que persiguen la generación de la propia conciencia, y en la bestialidad inherente que subyace a la construcción de un "yo". Ya había considerado antes que en la necesidad de sobrevivir se encontraba la razón de nuestro egoísmo radical... de tal modo que pudo comprender también ahora que los tiras y aflojas de las historias de amor no son sino choque de vanidades y orgullos, y que nadie está a salvo cuando el deseo se desboca y los miedos predominan en nuestras decisiones.
Admiró entonces profundamente a aquellos que saben renunciar a tiempo a sus deseos, o a aquellos que son capaces de dominar sus propias pasiones antes de que estas les sumerjan en la fogosidad de la batalla. Ella nunca había sido resistente al sufrimiento, la tristeza le había inundado frecuentemente, como una gran marea, y había dejado luego una aridez peculiar en su corazón al retirarse. Porque siempre llega un día en que de pronto, sin más razón que el paso del tiempo, la tristeza desaparece. Incluso en las voluntades más intransigentes llega un día en el que ya no ha lugar, porque somos volátiles y nuestros deseos tienen el capricho de olvidarse de sí mismos también, volviendo absurdo todo lo que ayer colmaran de sentido, o confiriendo de nuevo el sentido elemental de la pura existencia a la vida, que nada más precisa en realidad, y a pesar de todo este artificio humano.
Y se vio entonces a sí misma como fruto del vaivén de emociones que, por incontroladas, se le habían antojado fuertes y poderosas, no siendo a veces más que rachas de viento sin dirección.
Todo esto era lo que el extraño estado químico en el que había colocado a su organismo le deparaba en forma de pensamientos calmos mientras, de fondo, era testigo de un extraño ritual al otro lado de la puerta: su hermano y su sobrina mantenían su particular batalla de voluntades, fruto también de un amor imposible. La niña, cansada y excitada como se encontraba tras la celebración de la navidad, se empeñaba en mantenerse despierta y en querer estar en la cama de sus padres, mientras no paraba de hablar y golpear con sus piececitos las piernas de su padre, sabiendo que esto irritaba profundamente a su progenitor. Provocadora, seguía insistiendo en su actitud, mientras él oscilaba entre el enfado, la ira y la inseguridad. -Papá, perdóname, yo sí que quiero ir mañana al parque- decía con su voz mimosa, doliente y fingidora -por favor, papá, ¡pero si yo soy buena!. -No te perdono- decía él, -¡porque no te duermes y no nos dejas dormir al resto!.
Así, la danza del amor, el campo de batalla abierto a voluntades confusas, se reproducía fuera de sus ojos, como si de una función teatral oculta tras las paredes se tratara, aunque clara y transparente en su sentido.
-Los campos de batalla nos rodean, y somos siempre soldados rasos que, por no entender, no entendemos ni las razones que nos condujeron a pelear...- pensó. Vino a su mente entonces un sueño recurrente de su infancia en el que su hogar entero parecía un escenario que representaba una jungla, y su familia entera, incluida ella misma, disfrazados de soldados, jugaban a la guerra: se escondían, se agazapaban, corrían por el pasillo apartando lianas, se disparaban y se herían... Los disparos dolían, pero nunca llegabas a morir. Y el juego se reproducía constantemente, retratando una convivencia hostil, aunque, eso sí, todos parecían reconocer que se trataba sólo de un juego. -La guerra es el juego destado del amor...- pensó ella, paladeando su hallazgo, disfrutando de la visible contradicción. También sabía que abandonaría aquella verdad mañana mismo, se perdería nuevamente para encontrarse después paladeando otras formas de conciencia, y entonces el vértigo del lenguaje se le impuso.
¡Qué ternura le produjo pensar todo aquello!, ¡Qué compasión sintió por su propia naturaleza de pequeño animal humano! Casi pudo adivinarse a sí misma de niña, como su sobrina, desarrollando poco a poco los métodos para lidiar con la realidad, para adaptarse al mundo: el fingimiento, la mentira, la manipulación de voluntades ajenas, la ocultación de la voluptuosidad y del egoísmo, la culpa incrustada en cada nuevo giro de la conciencia, el desprecio hacia los demás, todos aquellos por los que se sentía ignorada, la larvada inseguridad que siempre arrastró, y que aprendió a ocultar en su aire ensimismado y su aparente indiferencia hacia el mundo exterior, la lucha de voluntades para acaparar la caricia, la mirada o el cuidado de los más bellos o deseados... Y esa tristeza de saber todo aquello, de saberse humana, le venció. Esa tristeza de ver reproducida la historia en su hermano y su sobrina, y en todos los niños que crecían ahora mismo sobre los campos de batalla de sus progenitores, sobre los campos de batalla de la historia, sobre las guerras del amor y sus secuelas, sobre las luchas fratricidas de egos, sobre frágiles desertores desencantados, que murieron a un lado, retirados de todo fuego y caricia, sobre las lágrimas vertidas del desamor...
Pero dejó de pensar. Agitó la cabeza como para apartar de sí toda esa maraña de ideas, cerró los ojos, y en la rápida decisión de acostarse y leer por un rato, hasta que el sueño químico le acogiera en paz (como ella sabía que iba a ser, como su organismo le anunciaba desde hacía ya horas, tras el sobresfuerzo que había supuesto respirar antes) dejó atrás todo lo que había hallado allí. Ese fragmento de lucidez reposó, como lo hace el polvo en ausencia de viento, atravesado por la luz, o como lo hacen las cenizas cuando el fuego de la hoguera se agota. Planeó la escoria en el aire, primero a la izquierda, después a la derecha, como en el vaivén de un barco, y se posó después sobre la cama sin resistencia. Hacia mañana.

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