Thursday, March 16, 2006

El suelo sobre nuestras cabezas


Tránsito


El marco invisible

que delimita

el aire de los objetos,

la enfermedad de la salud,

es el tránsito inverosímil

que demarca

el paso de los instantes,

el intermedio

entre llanto y sonrisa.

El tránsito no es un límite,

sino el misterio

que tratamos de limitar.

Wednesday, March 01, 2006

París; hierro y madera

La princesa de Legazpi

En Legazpi hay una estación de metro donde las líneas tres y seis se cruzan. En la línea seis, en uno de los andenes, una vieja suele permanecer gran parte del día sentada, observando alrededor. Lleva el pelo teñido de rubio, muy corto y en punta, y una corona de plástico encima, como si del complemento de un disfraz de princesa se tratara. Sus ropas son siempre rosas, fuxias y amarillas, muy chillonas, con unos zapatos amarillos de tacón a juego, también de juguete, y una bolsa rosa, aparentemente llena de cosas, que reposa sobre sus nalgas o en su costado. Podría parecer, sin más, que se marcha de viaje, si no fuera por la extravagancia de su atuendo y la extraña costumbre de permanecer allí sentada durante horas, día tras día. Siempre murmura para sí. Generalmente está quieta, aunque recostada sobre el mármol como sobre un sofá, y de repente empieza a gestualizar de forma inconexa; guiña el ojo, tuerce la cabeza a un lado, hace muecas, y en breves instantes vuelve a paralizarse.
El otro día dos niños gitanos, sucios y solos, bajaron al andén de enfrente. La señora pronto atrajo su atención. El mayor de ellos, que no llegaría a los diez, quería fanfarronear delante de su compañero más joven, y se pavoneaba frente a la loca diciéndole – tú, vieja, ¿qué haces? ¡Eres una Puta! – palabra que pronunciaba no sin cierta deferencia respetuosa e involuntaria en la voz, y que hacía dar un respingo a su acompañante, que observaba a su amigo tratando de imitarle en todo detalle —¡Vieja puta!—. La vieja les miraba del otro lado haciendo muecas y recolocándose en el asiento —¡esta vieja tiene muchas arrugas y muy mal genio!— gritaba ella y luego miraba a los lados, como si no fueran con ella las burlas de los chavales, siempre hablando para sí.
El niño mayor pareció sentirse de pronto mal y se acercó a una de las papeleras; se apoyó sobre ella y tapándose uno de los laterales de la nariz se sonó, expulsando un hilo rojo de sangre. El más pequeño pareció muy asustado al verlo pero puesto que ya se recuperaba su amigo y llegaba el tren, todo se olvidó rápidamente. Salieron bastantes personas de los vagones y unas cuantas más también entraron, incluidos los niños solos, mientras que el tren del otro lado también paraba y volvía a marchar. La vieja de pelo amarillo y corona barata se quedó por unos instantes sola en el andén, esperando coger un tren que nunca llegaría, para llevarle, quizá, cuarenta años atrás.
La lógica del subsuelo
Allí está, en medio de la calle lloviendo, sin darse cuenta siquiera de que se está calando. Luego de unos minutos, cuando ya esté completamente empapada, se dirigirá a la boca del metro y se sentirá devorada por las fauces del maldito subsuelo. Esta ciudad es un laberinto, una encrucijada de despropósitos. Sólo bajo tierra se comprende el orden, se vislumbra cierta claridad; pero aquí, en la superficie, todo son filas de hormigas corriendo de lado a lado, con bolsas cargadas de algo que roer. Un trozo de pan sale muy caro: uno, dos, tres, diez y cincuenta días sin nada más por la cabeza que acabar con todo para poder dormir —¡Menuda panda de esclavos y mal nacidos!—. Y en el metro las miradas se vuelven vacías de repente, miradas fijas que se dirigen a los lugares más insospechados, pero que no ven: la puerta mecánica que se abre y cierra, ese cordón del zapato de la vieja señora maquillada como una muñeca (con cejas dibujadas en arco sobre los ojos, como dos calderones adormecidos), el instrumento desafinado que toca un guatemalteco haciendo equilibrios, la herida sobre el ojo izquierdo del hombre de aspecto desastrado de enfrente. Todos hipnotizados pero con cuidado de que las miradas no se vayan a tocar y entonces haya unos movimientos rápidos y molestos en los implicados. Entra en el vagón, en medio de aquel desierto y observa los rostros, que se incomodan con su gesto. Caras entumecidas, serias, débiles... Pero es sólo la apariencia que quieren mostrar para pasar desapercibidas. Ella sabe que son bestias esperando saltar sobre su presa, depredadores camuflados bajo cortinas de silencio.