Thursday, April 06, 2006


Grafitti Posted by Picasa

Tuesday, April 04, 2006

En punto


A partir de la hora 24 sin dormir las cosas empiezan a verse de modo diferente. Por de pronto, dejas de tener prisa; al fin y al cabo hace tiempo que te perdiste —que se te escapó la hora de hacer cualquier cosa que fuera más o menos oportuna— y estás poco más o menos que funámbulo recorriendo las calles. Si además tienes compañeros de viaje, las cosas, realmente, empiezan a verse de modo muy diferente. Dejas de tener prisa (¿Quizás simplemente te das cuenta de que, en el fondo, nunca la tuviste?), las horas ya no significan gran cosa para tu cerebro adormecido. Estás flotando en mitad de la calle, el sol brilla más fuerte y ves todo mucho más claro y brillante, tanto, que con los ojos entornados te basta para deambular. Así que vais así, los cuatro con los ojos entre cerrados, solo os falta levantar los brazos para parecer zombies. Los matices de los colores se multiplican, y tú te detienes en cada detalle y te recreas en la simplicidad de una superficie plana o el modo extravagante de andar de un señor que te observa con mala cara o, simplemente, te ignora. La gente pasa a un lado y a otro, no demasiada, pues es una tranquila mañana de domingo. Aún así caminan firmes, la vista fija, la dirección segura. Te preguntas si merecerán la pena sus vidas, o si acaso ellos se lo preguntan habitualmente, o si llegaron hace tiempo a una conclusión y prefieren no ahondar más en la pregunta. Hay gente que decide dejarse de hacer preguntas difíciles pesando que así se solucionan por pura disolución, ¿pero puede tener sentido la vida si ni siquiera te preguntas acerca del dichoso sentido? ellos, en cambio, caminan cabizbajos, periódico en mano, con bastones que les ayudan a caminar, tal vez con más preguntas en mente de lo que aparece a simple vista, o tal vez no.
En la hora 28 lo superfluo adquiere mayor valor aún si cabe; los cuatro estáis decididamente colocados, aunque no sabes bien si por las drogas o por mera falta de sueño. Según salís del bar en el que habéis pasado la mañana os subís a un contenedor de obras, lleno de una arena gruesa y áspera. A través de vuestros ojos, es arena de playa. Os recostáis unos encima de otros, absurdamente y sin para de reír. Es la hora del almuerzo y la poca gente que pasa os echa una mirada extrañada, desde la más pura perplejidad. Para aquellos que llevan despiertos menos de 24 horas es difícil comprender a los sonámbulos, seres nocturnos que se han escapado del pequeño reducto oscuro al que la noche les confina, y exhiben públicamente sus vergüenzas ante los ojos atónitos de los infatigables hacedores de quehaceres diarios y rutinas diversas. —Somos impenetrables— piensas divertida. O quizá solamente resultáis estúpidos jóvenes, o jóvenes y estúpidos, que es peor, o, peor todavía, ya no tan jóvenes e igualmente estúpidos. En cualquier caso, resultáis imperdonables, y así se os lo hacen saber miradas enjuiciadoras y envidiosas con las que os cruzáis desde vuestra (ya dije) estúpida inocencia recobrada. La ensoñación de la playa termina con uno de vosotros cayéndose del contenedor como quien se cae de la cama mientras duerme y se despierta dolorido en el suelo. Luego de sacudiros la arena de todos lados, zapatos incluidos, encontráis divertido jugar con uno de aquellos zapatos a pasároslo de mano en mano, mientras el dueño, el pobre diablo que acaba de caerse, os persigue para recuperarlo. Un Sex Shop distrae vuestra atención de nuevo y entráis a echar un vistazo: dentro, la clasificación de las cintas pornos os fascina: “peluditas”, “tetonas”, “transexuales”... Entráis en una cabina pero no encontráis dinero en vuestros vacíos bolsillos, así que desistís y os lanzáis de nuevo a la calle, en busca del sol brillante de los insomnes. A partir de ciertas horas sin sueño la atención no puede fijarse durante mucho tiempo en nada; a cambio, las impresiones son más fuertes e impactantes, y el recuerdo se queda grabado de forma onírica, lleno de significados por descifrar.
A las 29 horas, 15 minutos, encontráis el siguiente contenedor: dispone de una rampa de acceso y lo coronan un par de colchones deshechados. Allí tumbados al sol del vertedero os encontráis más cerca del cielo que nunca (Ese cielo de Madrid que se extiende como los campos de castilla, azul inmenso atravesado quizá por una nube prácticamente disuelta en su blancura). 30 horas 7 minutos. El tiempo se vuelve poco a poco de nuevo presente, apremia, exige su tributo ante la blasfemia de haber escapado a su abrazo. El tiempo tortuoso de las horas, de los minutos, de los inasibles segundos que dejan de dilatarse y anuncian vuestro cansancio. —¡Espera!— le pides al tiempo más tiempo —Déjanos disfrutar un poco más de nuestra condición de ángeles...—. Decidís buscar más droga para ralentizar la inexorable vuelta a la normalidad, —Vamos al garito de los mafiosos— propones —Seguro que allí tienen—; pero al llegar el garito nocturno ha sufrido también la transformación que vosotros evitáis, ahora se ha convertido en una cafetería con madres tomando café y niños jugando y corriendo de un lado a otro del establecimiento. La camarera os mira sin dar crédito cuando vosotros, tercos en vuestro propósito, le preguntáis si sabe dónde se puede pillar algo. Os tomáis unos vinachos avergonzados nuevamente de vuestro gesto irreverente ante la franqueza de la transformación del garito en lugar diurno e inofensivo —avergonzados de confesar lo inconfesable, lo que todo el mundo sabe pero nadie dice, lo que no está bien señalar con el dedo, por mucho que sobresalga por debajo de la alfombra— y dos o tres minutos después vuestra atención se fija en cualquier otra cosa. A las 31 horas 13 minutos estáis tomando unas “Patatas amorosas” en El Museo de las Patatas. Los chicos, derrotados, duermen como pueden sobre las sillas mientras vosotras conversáis tranquilamente. A estas alturas el tiempo se ha detenido y os increpa desde la estación para que subáis de nuevo, que ya es tarde, y sin embargo las horas transcurren como caudales desbordados.
A la hora 32 bailáis en el salón soleado de la casa canciones horteras y os sacáis fotos sin ton ni son.
Cerca de la hora 33 el grupo se disuelve inevitablemente, perseguido como está por los brazos del sueño. Ahora empieza la pesadilla de la puesta en hora: hay que ponerse “en punto”, a la hora del mundo...